Te das cuenta a los pocos días que lo que compartiste con lucecitas
de colores en la cabeza, no fue recibido con papel picado, sino que generó
broncas, envidias que al final te quemaron todos los foquitos. Y caminás por
San Telmo y te comprás nuevos lentes de sol, tal vez así puedas seguir viendo
las lucecitas. Pero no, tres días usando los lentes nuevos y los retrucos
duelen. Te sacás esos lentes, mirás directo, te das cuenta que no… que a veces
el que te ve con las lucecitas en la cabeza, no puede hacer más que verte como
una ridícula, en vez de contagiarse. Y volvés a creer que a veces la alegría no
se contagia y que esas veces es mejor usarla como alimentación propia y nada
más.